El barril de amontillado

Escrito por Edgar Allan Poe en 1846

Traducción de Carmen Torres Calderón Pinillos

Había soportado lo mejor posible los mil pequeños agravios de Fortunato; pero cuando se atrevió a llegar hasta el ultraje, juré que había de vengarme. Vosotros, que tan bien conocéis mi temperamento, no supondréis que pronuncié la más ligera amenaza. Algún día me vengaría; esto era definitivo; pero la misma decisión que abrigaba, excluía toda idea de correr el menor riesgo. No solamente era necesario castigar, sino castigar con impunidad. No se repara un agravio cuando la reparación se vuelve en contra del justiciero; ni tampoco se repara cuando no se hace sentir al ofensor de qué parte proviene el castigo.

Es necesario tener presente que jamás había dado a Fortunato, ni por medio de palabras ni de acciones, ocasión de sospechar de mi buena voluntad. Continué sonriéndole siempre, como era mi deseo, y él no se apercibió de que ahora sonreía yo al pensamiento de su inmolación.

Fortunato tenía un punto débil, aunque en otras cosas era hombre que inspiraba respeto y aun temor. Preciábase de ser gran conocedor de vinos. Muy pocos italianos tienen el verdadero espíritu de aficionados. La mayor parte regula su entusiasmo según el momento y la oportunidad, para estafar a los millonarios ingleses y austríacos. En materia de pinturas y de joyas, Fortunato era tan charlatán como sus compatriotas; pero tratándose de vinos antiguos era sincero. A este respecto yo valía tanto como él materialmente: era hábil conocedor de las vendimias italianas, y compraba grandes cantidades siempre que me era posible.

Fué casi al obscurecer de una de aquellas tardes de carnaval de suprema locura cuando encontré a mi amigo. Acercóse a mí con exuberante efusión, pues había bebido en demasía. Mi hombre estaba vestido de payaso. Llevaba un ceñido traje a rayas, y en la cabeza el gorro cónico y los cascabeles. Me sentí tan feliz de encontrarle que creí que nunca terminaría de sacudir su mano.

Díjele:

—Mi querído Fortunato, tengo una gran suerte en encontraros hoy. ¡Qué bien estáis! Pero escuchad; he recibido una pipa[1] que se supone ser de amontillado, mas tengo mis dudas.

—¡Cómo! —repuso él.— ¡Amontillado! ¿Una pipa? ¡Imposible! ¡Y en mitad del carnaval!

—Tengo mis dudas, —repliqué;— y he cometido la bobería de pagar el precio completo del amontillado antes de consultaros sobre este punto. No podía encontraros y temía perder un buen negocio.

     
¡Amontillado!
Tengo mis dudas,
¡Amontillado!
Necesito aclararlas.

—¡Amontillado!

—Como estáis comprometido, iré a buscar a Luchresi. Si alguno puede decidirlo, será el. El me dirá . . .

—Luchresi no puede distinguir el amontillado del jérez.

—Y sin embargo, muchos opinan que es tan buen catador como vos mismo.

—¡Vamos, venid!

—¿Adónde?

—A vuestros sótanos.

—No, amigo mío; no quiero abusar de vuestros buenos sentimientos. Observo que estáis comprometido. Luchresi . . .

—No tengo compromiso; vamos.

—No, amigo mío. No es cuestión solamente del compromiso, sino del severo resfriado que os aflige, según veo. Los sótanos son húmedos. Están incrustados de nitro.

—Vamos allá, a pesar de todo. El resfriado no significa nada. ¡Amontillado! Seguramente que os han engañado. Y lo que es Luchresi, no sabe distinguir el jérez del amontillado.—

Hablando así, Fortunato se apoderó de mi brazo; y después de cubrir mi rostro con una máscara de seda negra y ceñir estrechamente a mi cuerpo un roquelaure, permití que me arrastrara hacia mi palazzo.

No había criados en la casa; todos habían salido a divertirse en obsequio a la ocasión. Habíales dicho que no regresaría hasta la mañana siguiente, a la vez que les daba órdenes explícitas de no abandonar el palacio. Sabía yo bien que dichas órdenes eran razón suficiente para provocar la desaparición inmediata de todos y cada uno de ellos tan pronto como hubiera yo vuelto las espaldas.

Cogí dos antorchas de sus candelabros y dando una a Fortunato le escolté a través de una serie de habitaciones hasta el pasillo que conducía a los subterráneos. Bajé una larga escalera de caracol, recomendándole tener precaución cuando siguiera este camino. Llegamos al cabo a la extremidad inferior del descenso, y nos detuvimos juntos sobre el húmedo suelo de las catacumbas de los Montresor.

La marcha de mi amigo era vacilante, y los cascabeles de su gorro repiqueteaban a cada paso.

—¿La pipa? —preguntó.

—Está más allá, —respondí yo; — pero fijaos en las blancas telarañas que relucen en los muros de estas cuevas.—

Volvióse hacia mi y me miró con turbias pupilas que destilaban el reuma de la embriaguez.

—¿Nitro? —inquirió, al fin.

—Nitro, —afirmé.— ¿Cuánto tiempo hace que tenéis esta tos?

—¡Ugh! ¡ugh! ¡ugh! . . . ¡ughl ¡ugh! jugh! . . . ¡ugh! ¡ugh! ¡ugh! . . . ¡ugh! ¡ugh! ¡ugh! . . . ¡ugh! ¡ugh! ¡ugh!—

Mi pobre amigo se encontró incapaz de contestar durante largos minutos.

—No es nada,— dijo al cabo.

—¡Vámonos! — exclamé entonces con decisión,— regresemos; vuestra salud es preciosa. Sois rico, respetado, admirado, amado; sois feliz, como lo era yo en otro tiempo. Sois un hombre que haría falta. Para mí esto no significa gran cosa. Regresemos; enfermaréis, y no quiero ser el responsable. Además, allí está Luchresi . . .
— Basta, — declaró Fortunato; — esta tos no vale nada; no me matará. No moriré, por cierto, de un resfriado.
— Es verdad, es verdad, — repliqué; — ciertamente que no era mi intención alarmaros sin motivo; pero debéis tomar todas las precauciones necesarias. Un trago de este Médoc nos preservará de la humedad. —
Diciendo estas palabras rompí el cuello de una botella que cogí de una larga hilera de sus compañeras que yacían entre el polvo.
— Bebed, — dije, presentándole el vino.
Levantólo hasta sus labios mirándolo amorosamente. Detúvose luego y me hizo un signo familiar con la cabeza mientras sus cascabeles repiqueteaban.
— Brindo, — dijo, — por los muertos que reposan a nuestro rededor.
— ¡Y yo, por vuestra larga vida! —
Tomó mi brazo de nuevo, y proseguimos.
— Estas catacumbas son extensas, — opinó.
— Los Montresor, — repuse, — eran una antigua y numerosa familia.
— No recuerdo vuestras armas.
— Un gran pie humano de oro sobre campo de azur; el pie destroza una serpiente rampante cuyas fauces están incrustadas en el taco.
— ¿Y el lema? —Nemo me impune lacessit
— ¡Bien!» — exclamó.
El vino chispeaba en sus ojos, y los cascabeles vibraban. Mi propia fantasía se exaltaba con el Médoc. Pasábamos entre grandes montones de esqueletos mezclados con barriles y toneles en lo más profundo de las catacumbas. Me detuve nuevamente y esta vez me atreví a coger el brazo de Fortunato arriba del codo.
— ¡El nitro! —exclamé;— mirad, aumenta ahora. Cubre las paredes como musgo. Nos encontramos ahora bajo el lecho del río. Las gotas de humedad escurren entre los huesos. Venid, retrocedamos antes que sea demasiado tarde. Vuestra tos…
— No vale nada, os digo, —insistió él.— Prosigamos. Pero antes, venga otro trago de Médoc. —
Rompí una botella de Grâve y se la pasé. Vacióla de una vez. Sus ojos relampaguearon con brillo feroz. Rió, y arrojó lejos la botella con un gesto que no pude comprender.
Miréle sorprendido. Repitió el movimiento, algo grotesco.
— ¿No comprendéis? — preguntó.
— No, por cierto, — repliqué.
— Entonces no pertenecéis a la hermandad.
— ¿Cómo?
— No, sois masón.
— Sí, sí, —aseguré,— sí, sí.
— ¿Vos? ¡Imposible! ¿Masón?
— Masón, —repliqué.
— Un signo, —dijo,— un signo. — Aquí está, — respondí, sacando una llana de entre los pliegues de mi roquelaure.
— ¡Os burláis! —exclamó, retrocediendo algunos pasos. Mas veamos el amontillado.
— Sea así, —repuse, colocando de nuevo la herramienta debajo de mi chaqueta, y ofreciéndole otra vez el brazo, sobre el cual se apoyó pesadamente. Continuamos la ruta en busca del amontillado. Atravesamos una arquería baja, descendimos, seguimos adelante y, descendiendo de nuevo, llegamos a una profunda cripta donde la pesadez del aire ahogaba nuestras antorchas sin permitirlas flamear.
Al fondo de esta cripta aparecía otra algo menos espaciosa. Sus muros estaban cubiertos de restos humanos alineados hasta la altura de la cabeza, a la manera de las grandes catacumbas de París. Tres lados de la cripta interior estaban aun decorados en esta forma. En el cuarto, los huesos se habían arrojado al suelo y yacían en promiscuidad formando en cierto sitio un montón de regular tamaño. Dentro del muro, puesto así al descubierto por el retiramiento de los esqueletos, apercibimos todavía otra cripta o nicho interior de cuatro pies de profundidad y tres de anchura por seis o siete de altura. Parecía no haberse construido con propósito alguno especial, sino que formaba simplemente el espacio intermedio entre dos de los pilares colosales que sostenían el techo de las catacumbas; y tenía al fondo uno de los muros divisorios de sólido granito.
En vano Fortunato, levantando su moribunda antorcha, trató de escudriñar el interior del escondrijo . Su débil luz no nos permitió inspeccionarlo en su totalidad.
— Adelante, —dije yo, — allí está el amontillado. Y en cuanto a Luchresi. . . .
— Luchresi es un ignorante, —interrumpió mi amigo, avanzando con pasos vacilantes mientras yo seguía, pisándole los talones. Llegó en un momento hasta el fondo del nicho y al encontrarse detenido por la roca, quedó estúpidamente asombrado. Un instante más, y le había yo encadenado contra el granito. Había dos anillos de hierro a distancia de dos o tres pies más o menos uno de otro, horizontalmente. De uno de ellos pendía una cadena corta y del otro un candado. Arrojando los eslabones sobre su cintura, fué para mí labor solamente de unos cuantos segundos asegurarle. Estaba demasiado atónito para resistir. Retirando la llave, salí fuera del escondrijo.
— Pasad la mano sobre el muro, —insinué;— no podéis dejar de sentir el nitro. En verdad, está eso muy húmedo. Dejadme implorar una vez más vuestro regreso. ¿No? Entonces, positivamente, me veré obligado a abandonaros. Pero antes quiero haceros todas las pequeñas atenciones que estén a mi alcance.
— ¡El amontillado! — profirió mi amigo, sin recobrarse aún de su estupor.
— Es verdad, —repliqué,— el amontillado.
Diciendo estas palabras, me dirigí a la pila de huesos de que antes he hablado. Arrojándolos a un lado, descubri pronto una cantidad de piedras de construcción y argamasa. Con estos materiales y con ayuda de mi llana, comencé a tapiar vigorosamente la entrada del nicho.

Apenas habría colocado la primera hilera en mi labor de albañilería, cuando pude notar que la embriaguez de Fortunato había desaparecido casi por completo. La primera indicación que tuve de ésta circunstancia fué un sordo y lúgubre lamento que partía del fondo del nicho. No era el lamento de un ebrio. Hubo luego un largo y obstinado silencio. Coloqué la segunda hilera, y la tercera, y la cuarta, y oí entonces furiosas sacudidas a la cadena. El ruido se prolongo por varios minutos, durante los cuales abandoné mi trabajo para escuchar con más satisfacción, y me senté encima de los huesos. Cuando cesó al cabo el chirrido, cogí de nuevo la llana y continué sin interrupción la quinta, sexta y séptima ringlera. El muro elevábase entonces casi a nivel de mi pecho. Me detuve otra vez y levantando la antorcha sobre la abertura, arrojé algunos débiles rayos de luz sobre la figura encerrada dentro.

Una explosión de agudos y penetrantes gritos, brotando súbitamente de la garganta de la encadenada forma, pareció como si me lanzara violentamente hacia atrás. Por breves instantes temblé, vacilé. Desnudando mi puñal, comencé a tentar el fondo del nicho; pero un momento de reflexión me tranquilizó. Puse la mano sobre la sólida construcción de las catacumbas y me sentí satisfecho. Me aproximé nuevamente al muro, y respondí a los clamores que Fortunato lanzaba. Híceles eco, los sostuve, los sobrepujé en fuerza y en volumen. Cuando hice esto, los gritos se apagaron.
Era ya la media noche y mi tarea iba a concluir. Había completado la octava, la novena y la decima hilera. Terminaba casi la última, la undécima; faltaba colocar una piedra solamente y la argamasa para asegurarla. Luchaba con su peso, y la había colocado a medias en la posición deseada, cuando partió del fondo del nicho una risa débil que puso los pelos de punta sobre mi cabeza. Sucedióla una voz lastimosa que con dificultad pude reconocer como la del noble Fortunato. La voz decía:
— ¡Ah!¡ah!¡ah!… ¡eh!¡eh!¡eh!… muy buena broma en verdad, una broma magnífica. Reirémos de buena gana muchas veces acerca de esto en el palazzo…¡eh! ¡eh! ¡eh!… nuestro vino…¡eh! ¡eh! ¡eh!
— ¡El amontillado! — dije yo.
— ¡Eh! ¡eh! ¡eh!… ¡eh! ¡eh! ¡eh!… sí, el amontillado. Pero ¿no está haciéndose ya muy tarde? ¿No estarán aguardándonos en el palazzo la señora de Fortunato y los demás? Vamonos ya.
— Sí, —dije yo;— vamonos ya.
— Por el amor de Dios y Montresor!
— Sí, —repetí;— ¡por el amor de Dios! —
Mas aguardé en vano respuesta a estas ultimas palabras. Me impacienté. Llamé en alta voz:
— ¡Fortunato! —
No obtuve contestación. Llamé de nuevo: Tampoco hubo respuesta. Introduje una antorcha por la abertura que quedaba y la dejé caer dentro. Sólo respondió un repiqueteo de los cascabeles. Mi corazón se oprimió; sin duda la humedad de las catacumbas era la causa. Me apresuré a terminar mi labor. Forcé la ultima piedra hasta colocarla en posición, luego la aseguré con argamasa. Contra la nueva obra de albañilería elevé la trinchera de huesos. Por más de medio siglo ningún mortal los ha removido jamás.
¡In pace requiescat!

  1.  Sobre 492 litros, 130 galones
Final