Berenice

Escrito por Edgar Allan Poe en 1835

Traducido por Carlos Olivera

 Dicebant mihi sodales, si sepulchrum
amicæ visitarem, curas meas aliquantulum
fore levatas

(Ebn Zaiat.)

La miseria es múltiple. La desgracia afecta diversas formas. Extendiéndose por el vasto horizonte como el arco iris, sus colores son tan variados, tan distintos y hasta tan íntimanente mezclados, como los que presenta ese fenómeno. ¡Extendiéndose por el vasto horizonte como el arco iris! ¿Cómo es que de la belleza he derivado un tipo de lo desagradable? ¿del anuncio de paz, un símil de dolor? Pero así como en ética el mal es una consecuencia del bien, en la realidad, es del placer que ha nacido el dolor. Ó la memoria de la dicha pasada es la pena de hoy, ó las agonías presentes tienen su origen en los éxtasis que pueden haber existido.

Mi nombre de bautismo es Egœus; el de mi familia no lo diré. No hay en la tierra mansión más antigua que mi sombrío, gris y hereditario castillo. Nuestra raza ha sido llamada raza de visionarios; y en algunas circuns­tancias extrañas, en el carácter de la casa señorial, en los frescos del salón principal, en las tapicerías de los dormitorios, en el cincel de algunas columnas de la sala de armas, en la forma de la biblioteca, y, en fin, en la naturaleza verdaderamente singular de los libros en­cerrados en ella, hay más que suficiente materia para disculpar esa creencia.

Los recuerdos de mis primeros años datan de ese cuarto y de esos volúmenes. Ahí murió mi madre. Ahí nací yo. Pero sería simplemente una tontería el decir que yo no había vivido antes, que el alma no tiene existencia anterior. ¿Lo negáis? no discutamos sobre este asunto. Convencido yo, no busco convencer á los demás. Existe, sin embargo, un recuerdo de aéreas formas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos musicales, aunque tristes; un recuerdo que no quiere abandonarme, una memoria como de una sombra, vaga, variable, indefinida, irregular·; sombra de la que no podré verme libre, mientras brille el sol de mi razón.

En ese cuarto nací. Despertándome así de la larga noche de lo que parecía, pero no era, la no existencia, en medio mismo del país de las hadas, en un palacio imaginario, en el extravagante dominio del pensamiento y la erudición monásticas, no es singular que dirigiera á mi alrededor miradas estremecidas y ardien­tes, que malgastara mi infancia en libros y disipara mi juventud en fantasías; pero es singular que, ha­biendo conocido los años, la virilidad me encontrara to­davía en la mansión de mis padres; es sorprendente que esta estaguación cayera sobre la primavera de mi vida, sorprendente la inversión total que se hizo sitio en el carácter de mis ideas más comunes. Las realida­des del mundo me afectaban como visiones, y como visiones solamente, mientras que los locos pensamien­tos de la tierra de los sueños se convertían, á su turno, no en el alimento de mi vida diaria, sino en mi vida misma.

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Berenice y yo éramos primos, y ambos crecimos en mi casa paterna. Sin embargo, crecimos diferente­mente: yo, débil de salud y sumergido en mi tristeza, ella, ágil, graciosa, dasbordanuo energía; para ella, los paseos en la colonia; para mí, los estudios del claustro; vivía en mi propio corazón, y dedicado en cuerpo y alma á la meditación más penosa; ella, errando descuidada á través de la vida, sin pensar en las sombras de su camino ó el silencioso vuelo del alado cuervo de las horas. ¡Berenice! ¡Invoco su nombre! ¡Berenice! y entre las ruinas de mi memoria se agitan á ese llamado mil tumultuosos recuerdos! ¡Ah! ¡Su imagen está ahora delante de mí, como en los primeros días de su sincero gozo! ¡Oh esplendente, aunque fan­tástica balleza! ¡Oh sílfide de las florestas del Arnheim! ¡Oh náyade de sus fuentes! Y después, después, todo es misterio y terror; una historia que no debía ser narrada. Una enfermedad, una fatal enfermedad cayócomo el simoún sobre su cuerpo; y hasta mientras yo la miraba, el espíritu del cambio se deslizaba en ella, apoderándose da su ánimo, sus trajes y su carácter, y de la manera más sutil y terrible, perturbando hasta su identidad personal. ¡Ay! el destructor iba y venía; y la victima, ¿dónde está? ¡No la conozco, ó no la conozco ya como Berenice!

Entre el numeroso cortejo de enfermedades que si­guieron á la que efectuó tan horrible revolución en el ser moral y físico de mi prima, debe ser mencionada, como la más aflictiva y obstinada en su naturaleza, una espe­cie de epilepsia, que terminaba frecuentemente en cata­lepsia, catalepsia que se parecía muchísimo a la muerte positíva, y de la que volvía, en el mayor número de casos, con un brusco estremecimiento. Mientras tanto, mi propio mal, pues se me ha dicho que no debía lla­marlo con otro nombre, mi propio mal crecía rápidamente, hasta asumir, por último, un carácter mono­maníaco de una nueva y extraordinaria forma, ganando vigor de hora en hora y de momento en momento, y obteniendo, por fin, sobre mí, el más incomprensible ascendiente. Esta monomanía, si debo llamarla así, consistía en una mórbida irritabilidad de esas cuali­dades del alma, conocidas en la ciencia de la metafísica por cualidades de atención. Es más que probable que no sea entendido; pues temo, á la verdad, que no me sea posible trasmitir á la generalidad de los lectores una idea adecuada de esa nerviosa intensidad de interés, con que en mi caso las potencias meditativas, para no emplear tecnicismos, se hundían en la contemplación de los objetos más comunes del universo.

Cavilar infatigablemente horas enteras, con la aten­ción fija sobre alguna frívola observación encontrada en el margen ó en la tipografía de un libro; quedar ab­sorto, durante la mayor parte de un día de verano, contemplando una fantástica sombra que caía oblicuamente sobre la tapicería ó el pavimento; olvidarme á mí mismo toda una noche, velando la monótona llama de una lámpara ó las chispas del carbón encendido; soñar varios días con el perfume de una flor; repetir, estúpidamente, alguna palabra vulgar, hasta que el sonido, por la frecuente repetición, cesara de represen­tar una idea cualquiera; perder toda conciencia de mo­vimiento ó vida física, por medio de un largo reposo, obstinadamente prolongado; tales eran algunas de las más comunes y menos perniciosas fantasías produci­das por una condición de las facullades mentales, que aunque no sin ejemplo, desafía ciertamente el análisis ó la explicación.

Trataré de hacerme comprender, sin embargo. La irregular, intensa y mórbida atención así excitada por objetos frívolos por naturaleza, no debe ser confundida con esa propensión á meditar, común á toda la humanidad y á la cual se abandonan más especialmente las personas de ardiente imaginación. No era ni siquiera, como se podía haber supuesto al principio, una condi­ción extrema ó exagerada de esa propensión; era,· sobre todo, esencialmente distinta de ella. En gene­ral, el soñador ó entusiasta, estando interesado por un objeto usualmente no frívolo, lo pierde de vista de una manera imperceptible, merced á una multitud de deducciones y sugestiones que proceden del ob­jeto mismo, hasta que al fin, á la conclusión de esa quimera, á menudo llena de lujuria, encuentra el incitamentum, ó causa primera de sus cavilaciones, enteramente desvanecido y olvidado. En mi caso, el objeto primitivo era invariablemente frívolo, aunque asumía, por medio de mi perurbada visión, una importancia imaginada. Pocas deducciones ó ninguna eran hechas; y esas pocas volvían pertinazmente hacia el punto de partida, como á un centro. Las medita­ciones no eran agradables jamás; y á la terminación de la causa primera, lejos de haber sido perdida de vista, había alcanzado ese interés sobrenaturalmente exagerndo, que era la fisonomía predominanto de la enfermedad. En una palabra, la potencia intelectual más ejercitada en mi, como he dicho antes, era la de la aten­ción, mientras que en el soñador, es la especulativa.

Mis libros en esa época, si no servían para irritar el desorden, participaban, como se verá, por su naturaleza imaginativa é ilógica, de las cualidades características del desorden mismo.

Recuerdo muy bien, entre otros, el tratado del noble italiano Cœlius Secundus Curio, De Amplitudine Beati Regni Dei, la gran obra de San Agustín, La Ciudad de Dios, y la de Tertuliano, De Carne Christi, en la que se encierra la sentencia paradójica: Mortuus est Dei filius; credibile est quia ineptum est; et sepultus resurrexit; certum est quia impossibile est, que ocupó todo mi tiempo durante muchas semanas de laboriosas é inútiles investigaciones.

De esta manera, parecerá que, agitada en su ba­lanza sólo por cosas triviales, mí razón tenía similitud con ese peñasco de que habla Ptolomeo Hephestion, fue resistía á los ataques de la violencia humana y á la ciega furia de las aguas y de los vientos, pero tem­blaba al tacto de la flor llamada Asphodel. Y aunque, para un pensador negligente, pueda parecer un asunto fuera de duda, que la alteración pro­ducida en la condición moral de Berenice por su desgraciada enfermedad, me procurara muchos motivos para ejercitar esa intensa y anormal meditación que he tenido tanta pena en explicar, no era eso, sin em­bargo, lo que me acontecía. En los intervalos lúcidos de mi mal, su enfermedad, es cierto, me causaba dolor, y lamentando profundamente aquella desaparición total de su hermosura, y de su vida, no dejaba de re­flexionar, de una manera frecuente y siempre amarga, sobre los maravillosos medios de que se había valido para presentarse una resolución tan extraña. Pero es­tas reflexiones no participaban de la idiosincracia de mi mal, y eran tales como podían haber ocurrido á la masa ordinaria de los hombres. Lógico con su propio carácter, mi desorden se alimentaba con los menos im­portantes, pero más sorprendentes cambios operados en el físico de Berenice, con la singular y espantosa desaparición de su identidad personal.

Durante los más brillantes días de su incomparable belleza, es seguro que yo no la había amado todavía. Á causa de la extraña anomalía de mi existencia, las simpatías no han tenido nunca origen en mi corazón, y mis pasiones han procedido siempre del espiritu.

Á través de las nieblas de la madrugada, entre las cruzadas sombras de la selva, al medio día y en el silencio de mi biblioteca, á la noche, ella había flotado ante mis ojos y yo la había visto, no como la viviente y tangible Berenice, sino como la Berenice de un sueño; no como un ser de la tierra, corpóreo, sino como la abstracción de ese ser; no como una cosa para admirar, sino para analizar; no como un objeto de amor, sino como un tema de la más oscura é irregular especulación. Y ahora — ahora me estremecía en su presencia y me ponía pálido al sentir que se aproxi­maba; sin embargo, lamentando amargamente su des­consoladora enfermedad, me acordé que ella me había amado mucho tiempo, y, en un mal instante, le hablé de mi matrimonio.

Y al último, el período de nuestras bodas se iba aproximando, cuando, en una tarde de invierno del año — uno de esos días intempestivamente calurosos, tranquilos y nublados, que son las nodrizas de la bella Alción[1] — me senté (y me senté, como pienso, solo) en uno de los salones interiores de la biblioteca. Y levantando los ojos, vi que Berenice estaba delante de mí.

¿Fué mi propia imaginación excitada, ó la influencia de la niebla, ó el incierto crepúsculo del cuarto, ó las sombrías vestiduras que caían á lo largo de su cuerpo — lo que le prestó un contorno tan vacilante y tan indistinto?

No podría decirlo. Berenice no habló una palabra; y yo por nada del mundo hubiera despegado mis labios. Un helado estremecimiento recorrió mi cuerpo; me oprimió una sensación de insuperable ansiedad, y una curiosidad consumidora se apoderó de mi alma; y echándome hacia atrás en la silla, permanecí algunos instantes sin aliento ni movimiento, con mis ojos fijos en su persona. ¡Ay! su extenuación era excesiva, y ni un vestigio del ser primitivo quedaba en una sola linea de sus contornos. Mis ardientes miradas cayeron por fin sobre su rostro.

La frente era alta, y muy pálida y singularmente plá­cida; y el cabello, en otro tiempo de azabache, que caía parcialmente sobre ella, sombreando las escavadas sienes con innumerables rizos, era entonces de un rubio vivaz, que reñía discordantemente, en su fantás­tico carácter, con la melancolia dominante del aspecto. Los ojos no tenían vida ni brillo, y hasta parecían sin pupila. Desvié involuntariamente la vista de sus mira­das vidriosas para pasar á la contemplación de sus delgados y encogidos labios. Los abrió, y en medio de una sonrisa de peculiar expresión, los dientes de la cambiada Berenice se presentaron lentamente á mis ojos. ¡Pluguiera á Dios que no los hubiera visto, ó que habiéndolos visto, hubiera muerto!

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El ruido de una puerta que se cerraba interrumpió mi meditación, y levantando los ojos, vi que mi prima había abandonado el cuarto. Pero no había partido del desordenado cuarto de mi cerebro, y no quería salir de él la pálida imagen de los dientes. Ni una mancha en su superficie — ni una sombra en su esmalte — ni una· endentadura en sus aristas — que el breve período de su sonrisa no hubiera bastado para grabar en mi me­moria. Los veía entonces hasta más claramente que cuando los contemplé en realidad. ¡Los dientes! ¡los dientes! — estaban aquí y allí y por todas partes, y visible y palpablemente delante de mi; largos, delga­dos y excesivamente blancos, con los pálidos labios tor­ciéndose por arriba de ellos como en el momento de su primera y terrible exhibición. Entonces hizo presa en mí la plena furia de mi monomanía, y luché en vano contra su extraña é irresistible influencia. En los multiplicados objetos del mundo externo, no tenía pensamientos sino para los dientes. Los deseaba frenéticamente. Todos los otros asuntos y todos los otros intereses llegaban á absorberse en su única contemplación. Ellos, ellos solos estaban presentes á los ojos del espíritu, y ellos, en su individualidad solitaria, se convertían en la esencia de mi vida intelectual. Los sometía á todas las luces. Los volvía en todos sentidos. Examinaba sus caracteres. Detenía mi atención sobre sus peculiari­dades. Reflexionaba respecto á su forma. Cavilaba sobre la alteración de su naturaleza. Me estremecía cuando les prestaba, en mi imaginación, un poder sen­sitivo y sensiente, y hasta sin la ayuda de los libros, una capacidad de expresión moral. De Mademoiselle Salle se ha dicho muy bien: que todos sus pasos eran sentimientos, y de Berenice, yo creía lo más seriamente que todos sus dientes eran ideas. ¡Ideas! ¡ah! aquí está el pensamiento de idiota que me ha perdido! ¡Ideas! — ¡ah! por eso es que yo los codiciaba tan locamente! Sentía que sólo su posesión podía devol­verme á la paz, y restituirme á la razón.

Y la noche me tomó de esa manera—y llegó la oscuridad, se detuvo y se fué — y volvió á amanecer — y las nieblas de una segunda noche se condensaban alrededor — y todavía estaba sentado en aquel soli­tario cuarto — y todavía estaba sentado, sumergido en mi meditación, y todavía el fantasma de los dientes mantenía su terrible influencia, hasta el punto de que con la más vivida y horrorosa distinción, flotaba aquí y allá entre las vacilantes luces y sombras de la pieza. Por último, mis sueños fueron interrumpidos por un grito como de horror y desmayo; y en seguida, des­pués de una pausa, resonaron voces turbadas, á las que se mezclaban sordos gemidos de angustia y de dolor. Me levanté de mi asiento, y empujando una de las puertas de la biblioLeca, vi de pie en la antecámara á una sirvienta, que bañada en lágrimas, me dijo que Berenice ya no existía. Había sido atacada de la epilep­sia por la mañana temprano, y entonces, al cerrar la noche, la sepultura estaba pronta para el huésped y todos los preparativos del entierro estaban concluídos.

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Me encontré sentado en la biblioteca, y de nuevo sentado solo. Parecía que hubiese despertado reciente­mente de algún confuso y excitante sueño. Conocí que era entonces media noche, y estaba bien seguro que, después de entrado el sol, había sido enterrada Berenice. Pero de lo que había pasado en ese lúgubre período, no tenía un recuerdo bien positivo, un conocimiento definido. Sin embargo, su memoria estaba repleta de horror — horror más horrible porque era vago, y terror más terrible por su ambigüedad. Era una página si­niestra en los anales de mi existencia, escrita toda con recuerdos oscuros, horrorosos é ininteligibles. Me esforzaba por descifrarlos, pero en vano; muy á menudo, y como si fuera el alma de un sonido extinguido, me zumbaba en los oídos un grito agudo · y penetrante, una voz de mujer. Yo había hecho una cosa; ¿qué era? Me hacía la pregunta en alta voz, y el eco me contestaba como cuchicheando: ¿Qué era?

En una mesa cerca de mí, ardía una lámpara y podia verse una pequeíla caja. No era de un carácter notable ni extraño; y yo la había visto muchas veces, porque pertenecia al médico de la familia; pero, ¿cómo estaba allí, sobre mi mesa, y por qué me estremecí al mi­rarla? Estas cosas no eran como para preocuparse, y mis ojos, al último, quedaron fijos en las páginas de un libro, sobre una sentencia subrayada. Eran las singulares, aunque simples palabras del poeta Ebn Zaiat: Dicebant mihi sodales si sepulchrum amicæ visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas. ¿Por qué, entonces, al leerlas, los cabellos se me erizaron y la sangre se heló en mis venas?

Golpearon ligeramente á la puerta de la biblíoteca, y pálido como un huésped de la tumba, un criado entró en puntillas. Sus miradas revelaban extravío y terror, y me habló con una voz trémula, ronca y muy baja. ¿Qué dijo? Oí algunas frases cortadas. Habló de un extraño grito que había interrumpido el silencio de la noche, de la reunión inmediata de los vecinos, de un registro hecho en la dirección del grito; y su voz se hizo aguda y distinta cuando me murmuró de un se­pulcro violado, de un cuerpo desfigurado, todavía res­pirante, palpitando todavía, ¡todavía viva!

Señaló mis vestidos; estaban manchados con sangre coagulada. Yo no hablaba, y él me tomó suavemente la mano; en ella había impresiones de uñas humanas. Llamó mí atención hacia un objeto que estaba apoyado en la pared; era una azada. Arrojando un grito salté sobre la mesa, y así la caja de que he hablado. Pero no pude abrirla; y en mi temblor, se deslizó de mis manos y cayó pesadamente, y se hizo trizas; y entonces se escaparon de ella, rodando con un ruido metálico, algunos instrumentos de cirujía dentaria, mezclados con treinta y dos cositas pequeñas, blancas, al parecer de marfil, las cuales se derramaron acá y allá sobre el pavimento…..

Final
  1. Porque como Júpiter, durante la estación de inviemo, da dos veces siete días de calor, los hombres han llamado á ese clemente y atemperado tiempo, las nodrizas de la bella Alción. (Simónides.)

La traducción de este cuento está en dominio público y su origen es:
Historias estraordinarias – E.A. Poe – traducidas para el Folletin de las Novedades (1860) MADRID.—1860. IMPRENTA DE LAS NOVEDADES, Á CARGO DE J. TRUJILLO, calle del Barco, número 2.